Publicado en El Deber el viernes 21 de julio de 2023
En un reciente artículo, el escritor español, Antonio Muñoz Molina, señalaba: “Las redes sociales han universalizado la antigua grosería de la barra de bar y el muro del retrete. La rima cruel, la gracia, la consigna, ahora la repiten en público (…) un rasgo de la edad de la vileza es la repetición metódica del abuso, la injuria y la mentira. Al volverse habituales no pierden su veneno, pero cada vez provocan menos escándalo” (La era de la vileza, El País).
Como en ninguna época de la historia de la humanidad, las redes sociales nos ofrecen un espacio inmenso y de infinitas oportunidades. Tenemos en nuestras manos la posibilidad de expresar libremente nuestras opiniones, compartir informaciones, explorar y descubrir contenidos y conectarnos con personas de todo el planeta; pero, esas mismas plataformas pueden convertirse en escenarios perfectos para la propagación del odio, el engaño y la crueldad. En estas tribunas públicas se puede desatar una tormenta de vileza.
Pareciera que la facilidad, rapidez y el alto volumen de contenidos que llegan a nuestros celulares disminuye nuestra capacidad para procesar y filtrar noticias falsas, discursos tóxicos, acosos, teorías conspirativas o linchamientos mediáticos y nos convertimos en propagadores de materiales virulentos y nocivos. Es como si el sentido común y la empatía se hubieran esfumado en el mundo digital.
La distancia que nos brinda la tecnología nos hace perder de vista el impacto que pueden tener nuestras palabras en la vida de otros. Hay una suerte de deshumanización cuando se tienen pantallas de por medio. Es fácil olvidar que detrás de cada perfil hay una persona real con sentimientos y emociones. Quisiera creer que las acciones viles no son fruto de odios reales, sino más bien de la facilidad con la que se pueden comunicar mensajes crueles sin medir consecuencias en quienes los leen o pueden sentirse aludidos. Podemos ser víctimas o perpetradores sin siquiera ser conscientes de ello.
En algunos grupos en los que participo, he sido testigo de discusiones bizantinas, sin sentido —a veces, con insultos de por medio—, y que no terminan de resolverse porque versan sobre cosas etéreas o se basan en fuentes discutibles o dudosas. La ubicuidad lleva a la inmediatez, y con frecuencia, a la irracionalidad. Muchas intervenciones son irreflexivas, viscerales y carentes de toda empatía. El componente emocional se sobrepone gracias a la velocidad exigida en las respuestas. Si un primer mensaje de odio es secundado por otros usuarios se incrementan las posibilidades de una espiral de mensajes tóxicos. En más de una ocasión, alguno de los participantes termina por salirse dando un “portazo”, lo que provoca un malestar y sentimiento de culpa entre los callados espectadores.
Además, en esta “era de la vileza” —como la ha bautizado Muñoz Molina—, el anonimato se ha convertido en el mejor aliado de los cobardes. Es muy fácil esconderse y sentirse protegido detrás de un perfil falso o un seudónimo y lanzar insultos, difamaciones e incluso amenazas, sin ningún tipo de consecuencia. Los amantes del conflicto y del acoso se sienten cómodos y desinhibidos y transgreden con mayor naturalidad cualquier parámetro de buena vecindad. Es triste constatar la sombría realidad de la existencia de mercenarios —valientes guerreros del teclado—, dispuestos a destrozar reputaciones, sin importar las cicatrices que provocan sus diatribas, escarnios y publicaciones pagadas.
Como ciudadanos del planeta, tenemos la responsabilidad de tomar conciencia de nuestras palabras y acciones en el mundo digital. La empatía y el respeto son fundamentales, incluso en la virtualidad. Está en nuestras manos usar estas plataformas para difundir amor, comprensión y solidaridad. Debemos alzar nuestras voces contra la vileza y fomentar una cultura digital más responsable y considerada con el prójimo.