Publicado en la edición especial de Asuntos Centrales del 24 de septiembre de 2022
A finales del siglo XX e inicios del XXI llega un convulsionado y frenético período de revolución digital e informática al planeta. Es una época de permanentes cambios, acontecimientos e hitos en materia de progreso tecnológico orientados a la informática y las herramientas digitales que están cambiando la forma de vida de la especie humana.
Junto a la globalización, la digitalización se ha convertido en la palabra que mejor describe este cambio de época. Los diversos dispositivos, tecnológicamente conectados, sugieren un nuevo mundo en el que la conexión a Internet es tanto o más indispensable que el propio oxigeno. Las redes sociales, el streaming (distribución digital de contenido multimedia), los teléfonos y relojes inteligentes, las tabletas, están transformando con tanta intensidad nuestros hábitos y los de las futuras generaciones que nos sitúan ante un nuevo y desconocido horizonte antropológico y cultural.
Esta realidad mundial también está presente en la Santa Cruz de los viejos carretones, los mojones de cuchi, la ciudad de anillos concéntricos y, por algún tiempo más, la de calles con losetas en su centro histórico.
En pocas décadas, el hombre y la mujer del Oriente boliviano han sabido adaptarse y convivir entre sus selvas verdes, caudalosos ríos, inmensas llanuras y esta nueva y retadora jungla digital que todo lo envuelve y enmaraña. La propia pandemia ha acelerado la penetración tecnológica, y junto a la teleeducación, el teletrabajo es ya una realidad en diversas industrias del quehacer económico local.
Como en todo cambio, y en una sociedad de marcados contrastes, coexisten diversos grados de digitalización de la vida ciudadana: mientras un camba digital tiene en su muñeca un smartwatch que, además de señalar la hora, es un cronómetro, despertador, monitor de frecuencia cardíaca y de presión arterial, contador de pasos, kilómetros y calorías, puede también darle un pronóstico meteorológico; a poca distancia, convive con otro al que el canto de los pájaros o las nubes le sugieren días de lluvia, sol o viento.
Algunos trámites burocráticos públicos ya cuentan con una plataforma para acceder, desde un celular, a la solicitud de citas; pero, al mismo tiempo —en la misma ciudad—, hay gente que tiene dormir en el suelo para obtener un turno para una consulta médica. Y en una distorsión de ese proceso, hay otros que sobrellevan esas interminables filas, para revender el lugar conseguido.
En un mercado de abastecimiento popular —de estos que se arden con cierta frecuencia y donde los baños públicos parecen del siglo XIX—, la “casera”, que pertenece al Régimen Simplificado, puede generar un QR para cobrar su mercadería e incluso, a través de un WhatsApp, preparar la bolsa de compras de sus clientes y cerrar la transacción digitalmente. En ese mismo rubro, el Marketplace del Facebook es el “Barrio Lindo digital”. Se puede comprar desde bikinis hasta muebles, con la precaución de evitar pagar antes de recibir el producto que llega, obviamente, sin factura ni garantía.
La falta de alfabetización digital, de una buena parte de la población, se hace evidente en los lugares donde pululan los tramitadores que llenan formularios y hacen las gestiones a nombre de sus ocasionales clientes. A nivel de los núcleos familiares, esta ayuda externa la hacen los nativos digitales (niños y jóvenes) para resolver las dificultades de los inmigrantes digitales (adultos mayores) que han sido rebasados por la tecnología. En la misma mesa de un restaurante pueden cohabitar un amarillento menú plastificado y un código QR para acceder al mundo virtual.
En el ciberespacio de esta tierra de contrastes conviven las huellas digitales y la autentificación biométrica junto a las innumerables fotocopias de carnet de identidad que vamos dejando, en diferentes archivos, para alimentar la voracidad de los turiros.
Las posibilidades que nos ofrece esta revolución digital en nuestra vida cotidiana son impensadas. El horizonte innovador de la inteligencia artificial, la exploración de la big data y su uso con ciertos fines y objetivos pueden ser herramientas que determinen patrones de comportamiento a nivel social e individual que todavía no sospechamos.