Publicado en El Deber el jueves 13 de octubre de 2022
Como pocas veces, a media mañana de un martes nublado en Sucupira, conducía mi vehículo por el casco viejo —todavía con sus endebles losetas—, sin prisas ni apuros, porque mi reunión en el juzgado terminó antes de lo previsto y la próxima era recién cerca al mediodía. Antes de llegar a la intersección de las calles Sucre y Cochabamba, un taxi —tan antiguo como el de la canción de Arjona— me rebasó raudamente por la derecha, casi frente a la puerta principal del Mercado Nuevo, y se pasó el semáforo en rojo mientras un microbús inundaba la esquina con su estridente bocina y el conductor, al frenar en seco, mentaba a la santa madre del taxista en todos los idiomas que podía permitirle pronunciar su deformado cachete, atiborrado de un gigantesco bolo de coca.
Alcancé al apresurado bólido casi al llegar a la rotonda del mural de Melchor Pinto. El conductor era un hombre de mediana edad, iba de gafas oscuras, vestía una camisa crema holgada de manga corta que dejaba ver su fornido brazo izquierdo colgando de la puerta, su mano suelta casi rozando el piso y la derecha apoyada al volante del coche. He visto antes esta forma de manejar y siempre he pensado que cualquier rato alguien podría quedarse manco. Pero, hasta donde tengo conocimiento, los muchos que andan con la aleta al viento, todavía conservan ambos brazos. No conozco una estadística de mancos por accidentes automovilísticos. Quizás una hipotética pregunta del Censo, que el INE no realizará, podría ser: ¿cuántos brazos le quedan a usted?
El automóvil en cuestión, si así se lo puede llamar, tenía una cinta masking como guiñador izquierdo, y un gran hueco en el derecho. En el vidrio trasero, en la esquina superior izquierda, lucía el tradicional adhesivo del niño de gorra orinando que saca su gran dedo del medio a quien lo mira. Es decir, una imagen ajustada y en sintonía con la apariencia insolente y provocadora del dueño del cacharro que no podría haber pasado ninguna de las inútiles revisiones técnicas anuales, pero que circula altivo y arrogante por esta selva de cemento. Alcanzarlo fue más una maniobra de curiosidad, tenía el tiempo a mi favor. Tal vez, en otra situación, me hubiese animado a increparlo o mirarlo feo. Pero, en el estado en el que me encontraba —casi en modo zen—, murmuré en voz baja: ¡qué pueblo bello!
Al ingresar a la avenida Argomosa, doblando a la izquierda camino al cementerio, mi “serenidad y paciencia” (a lo Kalimán) comenzaron a abandonarme. La insufrible y lenta calesita en la que se ha convertido el Primer Anillo comenzó a sulfurarme. Si bien tenía mucho tiempo para llegar a destino, la lentitud con la que se movía el tráfico sacaba de quicio hasta el menos apurado. Las santas madres de quienes nos infligieron esta afrenta urbana comenzaron a ser nombradas en mi cabeza y en la de todos los que alocadamente tocaban sus bocinas para salir del atolladero. Tardé casi media hora hasta llegar a la calle Campero y continuar por la Celso Castedo para llegar a mi oficina.
En algún momento del trayecto me acordé de la película Un día de furia en la que un encolerizado Michael Douglas, durante una jornada especialmente agobiante a causa del calor y del colapso del tráfico, se rebela de manera violenta y destructiva contra todo lo que lo rodea. La tensión y frustración pueden generar estados de estrés y violencia incontrolables. Esta urbe, con algunos oasis apacibles y tranquilos, ha dejado de ser aquella “amable ciudad vieja” mencionada por el poeta. Si no la hacemos vivible, nos arriesgamos a vivir muchos días de furia.