Publicado en El Deber el 16 de junio de 2107
Hace mucho tiempo me había llamado la atención la proliferación de tiendas en el casco viejo de la ciudad que comercializan monturas, lentes, gafas y otros artefactos para la vista y que las conocemos como ópticas. Aprovechando la tranquilidad del domingo, recorrí las principales calles del centro (Libertad, Independencia, René Moreno, 24 de Septiembre, 21 de Mayo, Arenales, etc.) y anoté 137 ópticas, entre pequeñas y grandes. Solo como una curiosidad, en una de las cuadras de la Libertad hay 13 ópticas una al lado de la otra, y en ambas aceras. En este inventario parcial no incluyo los puestos de venta que existen en los mercados populares; tampoco las que están en los grandes centros comerciales ni las que tienen los oftalmólogos a la salida de sus consultas. Si sumamos toda esa gran oferta, estamos hablando de cerca de medio millar de ópticas en el pueblo.
No voy a abundar sobre la total ausencia del Estado en la certificación de la calidad de los productos o servicios. No existe o, si existe, nadie cumple la regulación sobre la prescripción médica. La medición computarizada que ofrecen no tiene ningún control por parte de la autoridad competente. Y la presencia de un optometrista –formado para determinar el estado de salud visual del cliente– es una rarísima excepción.
Para entender mejor este fenómeno, hice un par de entrevistas a gente que trabaja en el sector y despejé algunas dudas y prejuicios que tenía sobre el origen de esta inusitada oferta comercial. Mis conclusiones –todavía preliminares– podrían servir para otras áreas económicas en las cuales la oferta de productos o servicios es desmesuradamente grande, repetida y agrupada (tienda de celulares, repuestos de vehículos, etcétera).
Con un capital modesto, y aprovechando las licencias que existen en nuestras descuidadas fronteras, se puede ingresar mercadería de contrabando y revenderla con un alto margen de ganancia. Hay muy poca imaginación para crear unidades de negocios diferenciadas y únicas. La fórmula es repetir lo que hace y le funciona al vecino, aun a riesgo de generar una sobreoferta en el mercado. El autoempleo y el pequeño negocio familiar son una salida forzada frente a la falta de empleos productivos. La educación boliviana no incluye en sus contenidos la formación en emprendedurismo ni tampoco una mínima alfabetización financiera que proporcione herramientas básicas para la creación de empresas.
A pesar de las muchas ópticas, seguimos a ciegas.