Publicado en El Deber el 23 de junio de 2017
Para mi cumpleaños, mi hijo me desafió a la lectura de un libro del que el nobel de economía George Akerlof llegó a decir: “Consideramos que La riqueza de las naciones, de Adam Smith, es un clásico imperecedero. Dentro de dos siglos, lo mismo pensarán de Por qué fracasan los países”. Acepté el desafío y me zambullí en las casi 600 páginas del fascinante ensayo Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza. Por qué fracasan los países (2012), de los académicos estadounidenses, Daron Acemoglu (Massachusetts Institute of Technology) y James A. Robinson (Harvard).
De entrada, los autores se hacen una serie de preguntas disparadoras: ¿qué determina que un país sea rico o pobre?, ¿cómo se explica que, en condiciones similares, en algunos países hay hambrunas y en otros no?, ¿qué papel juega la política en estas cuestiones? Que algunas naciones sean más prósperas que otras, ¿se debe a aspectos culturales?, ¿a los efectos de la climatología o a su ubicación geográfica?
Hechos concretos, lecciones históricas y un largo compendio de ejemplos ilustrativos sostienen las categóricas conclusiones del libro. Se refuta, con varios casos de estudio, la vieja creencia de que las riquezas de la geografía o el legado cultural de un país sean determinantes para su progreso. Los países ricos son desarrollados porque sus instituciones son incluyentes, y los países pobres son atrasados porque las suyas son ‘extractivas’. En los primeros, las instituciones distribuyen el poder de manera amplia y pluralista, protegiendo los derechos de propiedad e impulsando una economía de mercado que motiva la inversión y la innovación tecnológica. En los segundos, el poder se concentra en unos pocos que manipulan las instituciones para explotar a la gente, violando los derechos de propiedad y desincentivando la actividad económica. La clave está en las instituciones, tanto en su tipo y diseño –principalmente– como en su calidad y desempeño.
Si esto es así de claro, cómo se entiende que algunos gobernantes insistan en políticas económicas contrarias a aquellas que arrojan resultados exitosos y comprobables en los cinco continentes. Un mínimo de sentido común, y alguna paranoia conspirativa, me lleva a pensar que existiría una élite –vieja o nueva– que diseña instituciones económicas para enriquecerse y perpetuar su poder a costa de una mayoría que dice representar. La otra posibilidad, que tampoco descarto, es que la necedad sea tan grande, que de veras estén convencidos que sin ellos “el sol se escondería y todo sería tristeza”.