Publicado en El Deber el 7 de julio de 2017
El internet, la telefonía móvil y las redes sociales han revolucionado las formas de comunicarse entre los seres humanos. Los que no somos millennials (personas nacidas entre 1980 y 2000, criados en los albores de la comunicación digital) tenemos serios problemas para entender los nuevos códigos de la comunicación. En muchas ocasiones, nos sentimos analfabetos digitales o tenemos expectativas alejadas de los ritos sociales contemporáneos. Por ejemplo, yo soy de la generación que espera que su interlocutor ‘acuse recibo’ de algún mensaje recibido. Sin embargo, esa añeja regla de urbanidad social ha perdido total vigencia. Ahora, el receptor del mensaje -que está teniendo además múltiples conversaciones en simultáneo-, puede tomarse el tiempo que le de la gana para dar una respuesta o continuar la conversación que dejó a medias, y esto a nadie le parece una desconsideración.
Otro gran tema es la interpretación de los mensajes. En muchas ocasiones, el tiempo y el espacio presionan para ser breves y concisos y se producen charlas entrecortadas y confusas. Lo que debería ser un diálogo fluido, se convierte en un intercambio de monosílabos o emoticones, que no siempre tienen una decodificación compartida. Si se está tratando un tema trivial, no amerita mayor análisis. En conversaciones grupales digitales, es muy común que surjan malentendidos y tergiversaciones interpretativas que hacen ruido en la comunicación y perjudican la posibilidad de llegar a consensos o decisiones coherentes. Por otro lado, la interacción virtual prescinde del lenguaje gestual y corporal -no verbal-, que puede ser mucho más expresivo que la propia palabra. En ocasiones, el tan accesible ‘chat’ nos deja con más preguntas que respuestas. Solicitar u ofrecer una aclaración puede ser, no solo necesario, sino imprescindible.
Es interesante comprobar que, en muy poco tiempo, de tener unos cuantos amigos con los cuales se podía disfrutar de una amena charla, hemos pasado a tener cientos que en la gran mayoría solo conocemos a través de una pantalla. Esta revolución en la interacción social permite que a cualquier hora del día, sin importar la distancia geográfica, y con cualquiera de nuestros contactos, podamos entablar una conversación en el mundo virtual. Sin embargo, hemos relegado y sustituido el contacto personal y presencial. Sin darnos cuenta, estamos renunciando a ver, oler, tocar, acariciar, besar o abrazar. En muchos de los casos, a pesar de suponernos más cerca, estamos paradójicamente más lejos.