Publicado en El Deber el 21 de abril de 2017

En la búsqueda de un lugar dónde estacionar para ingresar a la concurrida muestra de arquitectura, diseño y paisajismo (CasaCor) me llené de asombro al ver a un amigo japonés trepado con su vehículo en la jardinera central de la avenida Los Cusis, junto a una larga fila de otros motorizados, que también iban copando ese espacio público.  Yo, pude encontrar un lugar cinco cuadras más allá y caminé bajo la noche otoñal cruceña hacia el acceso al predio. Más tarde, al encontrarme con él, otros amigos y algunos vinos, y cuando alguien le preguntó de su adaptación a la ciudad, aproveché para expresar -en tono de broma-, que lo veía “tan adaptado” que hasta repetía el comportamiento de la gran mayoría que estaciona sus vehículos sobre los pocos jardines públicos que tenemos.
Mi comentario le causó gracia, pero también algo de vergüenza.  A un japonés, por la formación recibida en la familia y la escuela, la conducta colectiva de sus semejantes, y las elevadas multas y penalizaciones que podría recibir por esta infracción, jamás se le pasaría por la cabeza intentar una hazaña semejante.  ¿Qué ocasiona que alguien, que no haría eso en su medio de origen, lo haga en el nuestro?  ¿El comportamiento colectivo, el entorno, la falta de sanción son factores tan determinantes para incidir en el comportamiento individual? En el prólogo del Manual del perfecto jigote se presentan reflexiones de Antanas Mockus sobre las discrepancias entre la ley, la moral y la cultura que podrían ayudarnos a responder estos cuestionamientos: las leyes obligatorias son veladas por el Estado; la moral que recibimos de padres, maestros y medios es autorregulada; y la cultura, incorporada en hábitos y comportamientos, es vigilada por la propia comunidad.  “El divorcio entre los tres sistemas que regulan el comportamiento humano es la fuente de los desencuentros que tanto y cada vez más nos frustran la experiencia de vivir bien la ciudad”, dice textualmente el referido manual.

La formación ciudadana -permanente y sostenida-, permitiría que ley, moral y cultura puedan coincidir. Un proceso educativo de largo aliento, con las condiciones para que el ciudadano pueda cumplir con las normas y con controles y sanciones de parte de la autoridad competente; es la única salida para revertir la acelerada pérdida de calidad de vida. Lo que el japonés nos confesó al final de la charla confirma la teoría expuesta, aunque él no la sepa (coincidencia de ley, moral y cultura): “No me sentí bien ahí arriba, además podía ser multado. Así que me bajé y busqué un lugar apropiado para estacionar y caminé hacia el ingreso”.

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