Publicado en El Deber el 2 de junio de 2017
A pesar de que hace muchos años se viene anunciando la muerte del libro tal como lo conocemos, los libreros, editores y autores de esta ciudad no claudican en la organización de una nueva versión de la feria anual del libro de Santa Cruz. Si elegimos a los misteriosos sumerios como punto de partida, al ser creadores de las primeras tablillas con escritura cuneiforme, ya irían más de 37 siglos de vigencia de un soporte escrito para comunicar ideas entre seres humanos. El libro, en la versión Gutenberg, parece ser un paciente al que algunos apresurados agoreros le daban fecha de defunción, y la realidad muestra que este supuesto ‘enfermo terminal’ está lejos de llegar al capítulo final de la crónica de su muerte anunciada.
Es imposible negar que el libro electrónico, en cualquiera de sus variados soportes, viene reemplazando al clásico objeto de papel y todos sus defectos: frágil frente a la humedad, acumulador de polvo y ocupador de grandes espacios. El digital requiere de una batería que le dé vida, contiene millares de ejemplares en un solo dispositivo y es más barato. Sin embargo, sus contenidos no se pueden prestar, no tienen esa dulce presencia táctil, menos el olor característico de la tinta impresa. Explorarlo, saltar páginas y leer un pedazo por aquí y otro por allá es también posible, pero demanda de un aprendizaje mínimo.
Si los lectores digitales se masifican, y el papel entra en desuso, hasta convertirse en simple objeto de culto y colección, ya no podríamos curiosear o saber qué lee esa vecina de mesa en un café, porque la portada sería la marca de su dispositivo móvil; no podríamos revivir aquello que llamó la atención a quien estuvo en esas páginas antes, porque no tendríamos acceso a las anotaciones manuscritas en los bordes; no habría la buena excusa para reunirse con viejos amores, devolver ese libro prestado y ponerse al día nuevamente; ninguno de los autores del futuro tendría la dicha de enfrentar filas de lectores para firmar dedicatorias personalizadas; se acabaría la herencia de bibliotecas de generación en generación y no sabríamos cuáles eran las lecturas de nuestros antepasados; con las nuevas tecnologías, no habría lugar para los románticos que todavía secan flores entre las páginas de un libro.
Puedo intuir que en Bolivia la lectura en el papel es todavía ampliamente mayoritaria frente a la digital. La presencia de nuestros viejos y confiables compañeros está garantizada por un buen rato más.
¡Larga vida al libro de papel!