Publicado en El Deber el 6 de enero de 2017
La Cuba pos-Fidel fue retratada con magistral concisión y claridad por el privilegiado conductor de un taxi, nacido tres años antes de la revolución, que conduce un vehículo de año indefinido y cuya única ilusión son las periódicas visitas de su hermano, que pudo llegar a Miami en una balsa, y ahora trae a la familia dólares, ropa y enseres: “Ha cambiado el pastor, pero el rebaño sigue siendo el mismo. Sin libertad de expresión, los otros derechos no existen. El pensamiento único es justificado por una élite política autoritaria con privilegios y favores que el resto no tiene. Nuestro Estado es un lento gigante lleno de empleados públicos sin mayores aspiraciones ni motivaciones, con una pobre ética del trabajo, donde los estudios o títulos universitarios no sirven para nada. Este modelo de Estado protector, financiado por rublos en la primera época y por el petróleo venezolano en la última, es un fracaso. El absurdo bloqueo económico norteamericano nos dio la mejor excusa para jugar el encantador papel de David frente a un arrogante Goliat, mientras el pueblo sigue sometido a penurias económicas y confiscación de libertades”.
Han pasado casi 30 años desde mi primera visita a esta isla caribeña. En esa época –previa al ‘periodo especial’– aún se vivía cierto auge de cambios. Cuba exportaba su revolución y construía un modelo de Estado con salud, educación y vivienda para todos. La caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento de esta utopía dejó a parte de la población mundial sin rumbo y en búsqueda de un norte. Yo pertenezco a una generación que vivió con curiosidad y esperanza en los ‘barbudos de Sierra Maestra’ y sus posibles logros en este laboratorio social. En la orilla de enfrente, el capitalismo, con todos sus innegables éxitos, no ha podido resolver la brecha entre los que tienen mucho y los que no tienen nada. El siglo pasado nos dio numerosas razones para ser escépticos con relación a las utopías. El inicio de la nueva centuria tampoco ha sido muy auspicioso.
El denominado ‘socialismo del siglo XXI’, a pesar de algunas conquistas e inclusiones sociales, hace aguas por todas partes. La perspectiva de la historia mostrará que se despilfarraron buenos años de altos precios en nuestras materias primas de exportación y que no fuimos capaces de diversificar nuestra economía, ni de invertir en las reales necesidades de la población. La Venezuela fallida es hacia donde nos dirigimos.
La realidad actual es que no hay grandes aspiraciones de conquistas sociales ni políticas importantes. Nos hace falta volver a creer en ilusiones colectivas que motiven cambios en la sociedad. El mundo puede y debe ser mejor. Aunque filosóficamente las utopías llevan inscrito el fracaso como componente forzoso –porque es esa desmesura que les da color–, al mundo le faltan utopías para renovar la esperanza.