Publicado en El Deber el viernes 19 de agosto de 2022
En mi reciente viaje a La Paz, y siguiendo los consejos de una colega, hice el recorrido —casi completo— de las líneas verde, celeste, blanca, naranja, plateada, morada y amarilla del teleférico paceño que me permitió sobrevolar la peculiar geografía de la “ciudad maravilla”. Esta perspectiva, a vista de pájaro, permite fisgonear la cotidianidad de una urbe llena de contrastes, abigarrada, desordenada, caótica, desafiante, y por momentos, casi irreal e indescifrable. Estar ahí, suspendido en el aire, invita a reflexionar sobre el inescrutable sentido de la vida y los azares que se cruzan como los cables que sostienen y transportan las cabinas.
A media mañana de un sábado, con pocos pasajeros acompañándome en este silencioso planeo urbano, y a modo de romper el hielo, cuando sobrevolábamos el popular cementerio La Llamita, se me ocurrió decir en voz alta y con mi acento camba: “¿qué será de la vida del sullu”?, provocando una risotada general.
El “sullu” al que me refería, y que no hizo falta mayores explicaciones para saber de quién se trataba, es un joven costurero boliviano que habría llegado desde Chile y fue a bailar tobas en la entrada folclórica de Villa Victoria. Según su denuncia pública, de hace un par de semanas, después de una borrachera con un camarada del cuartel habría despertado de su inconsciencia dentro de un ataúd del que, milagrosamente, logró escapar. Él, todavía con cemento fresco sobre su cuerpo, sostuvo que intentaron sacrificarlo y ofrendarlo como “sullu” (ofrenda a la Pachamama) en una construcción.
Para la cultura aymara, agosto es el mes de las ofrendas a la madre tierra para agradecer por todos los favores recibidos y augurar parabienes en la salud, cosecha, economía y negocios. Este agradecimiento se expresa simbólicamente en las “mesas andinas” con el ritual de la k’oa (entregar, en aymara) donde el fuego consume todo lo que estas contienen: coca, incienso, dulces, azúcar, manzana, miel, “pan de oro”, feto de llama disecado, grasa de oveja, papel brilloso picado en tiras delgadas, entre otras cosas. Y, según uno de los mitos urbanos sobre los que nadie tiene total certeza o se prefiere no hablar, la Pachamama exigiría la ofrenda de una persona (sullu) para que la construcción de un inmueble sea duradera, no sufra desperfectos ni los temidos derrumbes.
Una de mis casuales interlocutoras, dentro del habitáculo volador, señaló que la versión de esta supuesta víctima parecía una broma que le habrían jugado sus embriagados compañeros. Según ella, y lo decía con la mayor naturalidad bajo la mirada complaciente del resto de mis acompañantes: “a los borrachitos —que sirven de sullus—, se los mantiene de pie en una columna de la construcción y se vacía la mezcla de cemento sobre ellos, y nunca de forma horizontal, como esta última denuncia”.
Otra, sumándose a la charla, hizo referencia a que habrían lugares en La Paz donde la gente se interna para “beber hasta morir”. El escritor —vagabundo y alcohólico—, Víctor Hugo Viscarra, fallecido de cirrosis en 2006, en su libro Borracho estaba, pero me acuerdo, escribió: “Para el que quiere tragos suaves hay cantinas que así lo sirven; para el que quiere tragos fuertes también hay especializadas; y para los que buscan morir al pie del cañón, es decir los que quieren suicidarse bebiendo sin parar, está el traguerío de Doña Hortensia, más conocido como el Cementerio de los Elefantes”.
Poco importa si todo esto es o no una leyenda urbana, una realidad marginal o un rasgo cultural sombrío mezcla de pobreza y alcohol. En lo alto del teleférico, que surca una de las ciudades de mayor altura, los bolivianos de a pie —a diferencia de los políticos—, podemos conversar de nuestras creencias e intimidades sin mayores tapujos ni complejos. Si nos dejan, podríamos enumerarnos (censarnos) y ponernos de acuerdo, más allá de nuestras naturales diferencias.