Publicado en El Deber el viernes 4 de noviembre de 2022
Hannah Arendt, teórica política alemana —nacionalizada estadounidense—, considerada como una de las filósofas más influyentes del siglo XX, en su ensayo La mentira en la política escribía: “El sigilo —que diplomáticamente se denomina ´discreción´— y el engaño, la deliberada falsedad y la pura mentira, utilizados como medios legítimos para el logro de fines políticos, nos han acompañado desde el comienzo de la Historia conocida. La sinceridad nunca ha figurado entre las virtudes políticas y las mentiras han sido siempre consideradas en los tratos políticos como medios justificables. Cualquiera que reflexione sobre estas cuestiones solo puede sorprenderse al advertir cuán escasa atención se ha concedido en nuestra tradición de pensamiento filosófico y político a su significado…”.
Hay medias verdades o mentiras que pueden tener hasta cierta tolerancia social —e incluso ser aplaudidas—, porque son ingeniosas y se las expresa en circunstancias jocosas y buscan divertimento o se mofan de un personaje, hecho o circunstancia, pero no tienen consecuencias perjudiciales para nadie y resultan inofensivas. En estos casos, el mentiroso puede caer simpático, perspicaz, vivo.
Entre nuestros actores políticos tenemos algunos de estos últimos, pero cada vez son menos y nos caen menos graciosos. La mayor parte de nuestros embaucadores mienten para beneficio personal, grupal o para perjudicar a otros. Han institucionalizado la mentira en la política. Niegan deliberadamente una verdad fáctica y tienen la capacidad de cambiar los hechos, sin ruborizarse.
Además de valerse de las peores artimañas, emplean todo un aparato de bombardeo mediático —concentrado en redes sociales— plagado de fakenews, posverdad y producciones audiovisuales, casi cinematográficas, que manipulan la verdad y sacian el hambre de información y certezas de un público desorientado y semianalfabeto. Preparan todo un relato para el consumo público con el cuidado de hacerlo verosímil y con la ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír.
Sin embargo, la propia tecnología y la facilidad con la que se puede tener un registro de lo dicho o hecho, juega en contra de los mitómanos. La memoria humana puede ser muy frágil, pero un archivo digital que recuerde los testimonios de quien ahora dice lo contrario, o que pretenda acomodar o tergiversar tiempos o hechos, desenmascara —sin misericordia—, al mentiroso. Un caso ilustrativo reciente, de los muchos que se pueden citar, es el del vocero presidencial. No bastó actuar con astucia y disimulo —ladino es el adjetivo que lo describe—, porque la grabación de una entrevista televisiva, referida al cronograma del censo que debió llevarse adelante este noviembre, revela que este servidor público mintió descaradamente, al presentar hechos y fechas que estaban lejos de cumplirse.
Estamos acostumbrándonos tanto a los embusteros que ya no nos sorprenden. La psicología habla de “efecto de ilusión de verdad” a la exposición repetida de una mentira. Las personas tienden a valorar los elementos que han visto antes como más probables de ser ciertos, independientemente de si son verdad o no, por la única razón de que están más familiarizados con ellos.
La política y la mentira sobre asuntos públicos deben ser incompatibles. La salud de la democracia pasa por una cultura de transparencia. Basta ya de falsear, manipular, engañar o confundir. La sinceridad debe ser una virtud en la política.