Publicado en El Deber el 1 de septiembre de 2017

En el desayuno de un hotel de ruta, a unas horas de Los Angeles, escuché la conversación de un par de migrantes mexicanos que estaban cerca de mí, parados sirviéndose una taza de café. Agudizando mi oído, pude conocer que uno era un recién llegado, con familia dedicada a la recolección de uvas en el valle de Napa; y el otro, vivía en Phoenix y se había dedicado más de 50 años de su vida a la construcción. Dos generaciones de migrantes que, de casualidad, se cruzaban en un restaurante en medio del desierto. El más joven, de bermudas y zapatillas deportivas, le preguntó al mayor, «¿y a usted, qué lo trae por acá?». El otro, de relucientes botas negras, sombrero y pantalones de vaquero, respondió con un vozarrón que atravesó sus poblados bigotes: «vengo al funeral de mi compadre. Cruzamos juntos la frontera cuando teníamos más o menos tu edad, y ahora, ya con 77 años, me toca enterrarlo en suelo ajeno».

Según cifras presentadas por Naciones Unidas el número de migrantes en el mundo aumentó un 41% en los últimos 15 años y alcanza actualmente los 244 millones de personas. Las principales causas de migración de grandes masas de población son la pobreza, la guerra o la violencia que padecen los migrantes en sus países de origen.

El INE dice que existirían 490.000 bolivianos que decidieron irse a vivir a un país distinto al que nacieron. Esta cifra está claramente subestimada, ya que solo incluye emigrantes reportados por familiares en la boleta censal. En 2011, un estudio que usa base de datos de censos de países que acogen migrantes bolivianos, señala que serían más de 700.000 compatriotas fuera de nuestras fronteras. Cualquiera sea el dato final, tomando en cuenta la relación proporcional a nuestra población, Bolivia sufre una tremenda diáspora -conjunto de personas del mismo origen establecidas en otro estado-. Somos un país inmenso, despoblado, no estamos en guerra y tampoco existen focos de violencia que pongan en peligro la vida de las personas. La pobreza expulsa a miles de coterráneos en busca de un mejor destino.

Si bien la emigración alivia considerablemente el desempleo y las remesas inyectan dinero fresco a la economía, hay un costo social incalculable en la crianza de niños con padre o madre ausentes, la separación de parejas y el sufrimiento que padecen quienes se ven obligados a dejar su tierra. Debemos trabajar todos para generar empleos dignos y brindar oportunidades para que nadie tenga que enterrar a sus muertos «en suelo ajeno».

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