Publicado en El Deber el 29 de septiembre de 2017

En septiembre de 2016, en esta misma columna, escribí que contrariamente a lo que reza el himno departamental, vivimos bajo uno de los cielos más impuros de América, y que los cruceños debemos repensar la marcha de esta locomotora que nos está intoxicando con un aire denso y de mala calidad. A la contaminación ambiental producida por un inmenso parque automotor obsoleto, se le suma la nociva humareda del chaqueo, quema de pastizales e incendios forestales. Por un tema de prevención y salud pública la población debería restringir sus actividades al aire libre y reducir su actividad física. Los grupos de riesgo que pueden sufrir rinofaringitis y otras afecciones pulmonares son las personas de la tercera edad, niños y pacientes con enfermedades respiratorias crónicas.

En la Expocruz, se han escuchado encendidos discursos sobre reproducir el modelo agroexportador cruceño para el resto del país. Son todavía pocas las voces que cuestionan la tragedia ecológica que está provocando la quema de más de 240.000 hectáreas por año y que forma parte de un cíclico calendario de cielos mustios, que al parecer, ya a nadie asombra. Es una paradoja, y una total contradicción, garantizar la seguridad alimentaria de Bolivia a costa de sacrificar la salud de su población por los dañinos modos de producción e ineficientes prácticas agropecuarias. Es insostenible seguir ampliando la frontera agrícola aliados con el fuego. Urge explorar nuevas formas de producción más ecológicas. Las brasas no pueden seguir siendo la tecnología de nuestro proceso productivo.

Al aire contaminado, le debemos sumar los vientos huracanados y el aumento de la temperatura provocados por la irracional deforestación, tanto del sector agrícola, como de algunos megaproyectos inmobiliarios que no respetan el verde de la naturaleza. Son esas selvas y esos bosques los que nos hacen diferentes de otras regiones del resto del país, de suelos desérticos y erosionados. Estamos, literalmente, quemando nuestro futuro.

Quisiera que mis hijos -y mi nieta en camino-, puedan abrir sin temor sus ventanas, y respirar un aire menos contaminado, que el que hoy inhalamos.  Quisiera que ellos contemplen un cielo de septiembre -aunque no sea tan puro como el del himno-, pero que revele algunos trazos de celeste, y no el triste y opaco gris que hoy nos asedia. Quisiera que esperen con ansias una lluvia tropical, no para despejar el humo que los agobia, sino para ver reverdecer las plantas, los árboles y la vida.

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