Publicado en Pandemónium el sábado 9 de mayo de 2020

Hace ocho semanas atrás, desde el sábado 14 de marzo, no bajaba del séptimo piso del edificio en el que está mi departamento. Hoy, de acuerdo al último dígito de mi cédula de identidad, estaba autorizado para poder salir a abastecerme; y además —como excusa perfecta—, debía cuidar a mi nieta mientras su mamá participaba como health coach y expositora en un webinar corporativo.

Nunca antes había estado confinado, por tanto tiempo, en un espacio reducido y con marcados límites, que ahora me los conozco de memoria. Pisé “tierra firme” después de estar “navegando” y divisando el horizonte de Sucupira desde mi torre, que no es de marfil, o por lo menos, no quisiera que tenga la connotación negativa de la novela de Henry James, The Ivory Tower, que recrimina a sus habitantes por la poca empatía que tienen con quienes están fuera de ella. La mía, dada las restricciones de la pandemia, es una atalaya de resguardo sanitario, desde donde se puede ver —hacia el Oeste—, tres niveles de serranías que, habitualmente, no son tan evidentes a través del “cielo más puro de América”.

Como era mi primera incursión en las calles de un mundo acechado por un enemigo invisible, un microorganismo compuesto de material genético, protegido por un envoltorio proteico; y que, aún siendo inodoro, incoloro e insípido, está provocando la mayor pandemia planetaria que tengamos conocimiento, tomé mis precauciones. Usé unas zapatillas que serán las que se someterán, en los próximos meses, a desinfecciones de detergentes, lavandinas y otros tantos productos químicos que trajo la actual paranoia de asepsia.

Mi caminata iba a ser de quince minutos hasta llegar a destino, el clima estaba fresco, por lo tanto, me puse un pantalón largo para proteger mis velludas piernas, que podían convertirse en un imán para los degenerados virus. Arriba, tenía una camiseta negra, manga larga, y mi clásica campera North Face, de cierre hasta el cuello. Una gorra para protegerme del sol y los “bichitos”, que junto con mi barbijo blanco, completaban el cuidado atuendo de la expedición.

Al salir, se me ocurrió llevar gafas, que me las tuve que quitar antes de siquiera alcanzar la esquina. Mi agitada respiración, debajo del tapabocas, empañaba los vidrios de los oscuros anteojos, y al no poder mirar donde pisaba, evoqué la sensación de mareo que tuve al bajar a tierra firme, después de haber navegado muchos días por mar adentro, sobre esos grandes barcos que nunca más nadie querrá abordar.

Me habían advertido que encontraría mucha gente caminando y que debía tener cuidado de no ser atropellado por los raudos vehículos que surcan las “autopistas” del pueblo. Si antes de la cuarentena, pocos respetaban al peatón, durante la misma, los conductores de Sucupira pueden ser más letales que el propio virus. Sin las gafas puestas, y dando pasos más firmes sobre la calzada, puse en “modo alerta” a mis cinco sentidos.

Lo de la imprudencia de los conductores es una triste realidad. No solo exceden el límite de velocidad, sino que no respetan ninguna de las reglas de tránsito. Es más fácil evitar contagiarse del Covid-19, que de ser atropellado por algún imbécil que cruza la rotonda con el semáforo en rojo.

En estos días, el comportamiento de los otros caminantes es muy peculiar. En más de una ocasión, la persona que venía a mi encuentro, en una acera estrecha, cruzó la calle para evitar un encuentro demasiado cercano y preservar esa famosa “distancia social”. Otra, miró con desconfianza, por encima del hombro, cuando mis largas piernas la rebasaban por un lado. Esta incomoda máscara que es el tapabocas, despoja al rostro de la expresividad que ofrecen los labios. Los ojos, como espiando por encima de una tela blanca, lucen asustados y con algo de espanto. Como ocurre con casi todo, recién echamos de menos aquello que ya no está y que damos por sentado. ¡Cuánta falta nos hacen las sonrisas!

Quisiera creer que fue apenas mi impresión, pero los muchos ojos que se cruzaron con los míos, los sentí tristes, apesadumbrados, recelosos, desconfiados, y con miedo, con mucho miedo.

Este sentimiento desolador que me devolvían las miradas, o que era yo que las reflejaba, desapareció por completo, cuando una manito se agitó a la distancia, y escuché que, a viva voz, una niña me gritaba: “Alfitoooooooo”.

Una vez instalados en su cuarto de juegos, mientras la mamá hacia su trabajo en la planta baja, no tuve que explicarle aquel cuento que le había contado sobre el bichito que nos esperaba oculto en las calles, y que para que nosotros pudiéramos salir, debíamos engañarlo, encerrados en nuestras casas, haciéndole creer que nos fuimos, para que él también se vaya.

No me pidió ninguna explicación. Solo abrió los brazos y se lanzó contra mi pecho. La apreté muy largo y muy fuerte, y como ella tenía los ojos cerrados, aproveché para secarme las lágrimas, sin que se diera cuenta.

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